El genio que no pudo con la muerte de Senna
Expulsado del colegio por montar un concierto de rock, con cabeza de artista y sueldo de estrella, el lápiz mágico de Adrian Newey eleva al piloto modelo al Olimpo de las carreras
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ÁLVARO FAES Cuando Adrian Newey (Stratford-Upon-Avon, 26 de diciembre de 1958) dio un portazo en Woking y anunció que dejaba McLaren por Red Bull tuvo que escuchar y leer las profecías más agoreras que jamás le habían dedicado. Le decían que iba a destrozar su carrera, que sus dos décadas en la Fórmula 1 se irían por la borda y que nadie recordaría sus tiempos de gloria cuando se estrellase en un equipo mediocre. Cinco años después, sus coches, los que diseña a lápiz, siempre del 2B, le han dado a a la marca energética dos títulos de pilotos y otros dos de constructores. Con él, Sebastian Vettel sube al escalón de los elegidos y engorda la lista de los que campeonaron de la mano de Newey: Mansell, Prost, Hill, Villeneuve y Hakkinen. Casi nada. Como sus números: 119 victorias, 7 títulos de constructores y 7 de pilotos.
Al jefe de diseño de la escudería del momento los focos no le nublan la vista. Si no le pasó cuando había ganado 6 de las últimas diez coronas de constructores en 1990, no será ahora, muy cerca de los 53 años, después de haberle visto ya todas las caras a las carreras. La más dura, la muerte de Ayrton Senna en 1994 a bordo de una de sus creaciones. A Newey le imputaron por homicidio involuntario, igual que a Patrick Head, condenado como responsable entonces de Williams. No fue a prisión porque el delito había prescrito en los tribunales italianos.
Fueron los peores días en la vida de Newey y muy difícil el trago de analizar las telemetrías al día siguiente para descifrar qué demonios había fallado en el coche del brasileño. Por eso no ha visto la película sobre la vida del paulista. Ni la verá. «No lo soportaría», dijo hace unas semanas en «The Guardian», diecisiete años después de un episodio que no ha superado.
Estuvo muy cerca de colgar el cuaderno y dedicarse a otros asuntos. «¿Quiero estar en un deporte en el que se muere la gente?». La duda retumbaba en su conciencia, mientras el proceso legal y la voracidad de los abogados minaban poco a poco su relación con Head y con la escudería. Le habían puesto un cheque de 10 millones de dólares por curso en 1990 y en los dos años siguientes sus pilotos ya habían logrado un par de Mundiales. Aguantó hasta 1996. Al siguiente ya trabajaba para McLaren.
Newey es el ingeniero de moda a una edad a la que nadie está de moda. «Soy una especie de dinosaurio», dice sobre su costumbre de rechazar el ordenador a cambio de la mesa de dibujo, el lápiz y el papel. «Dibujar una línea a mano alzada es mucho más rápido que hacerlo con el ordenador y tienes la goma para borrarla inmediatamente si no has conseguido lo que querías».
Lo suyo es puro contraste en Red Bull, el equipo gamberro que triunfa en las carreras bajo la enseña de los toros, que tiene de estrella al piloto que apila récords de precocidad y en cuyo garaje atruena la música hasta bien entrada la noche en las vísperas del Gran Premio.
Pero todos allí saben cuánto deben a la cabeza de su artista. El primero, Dietrich Mateschitz, el multimillonario dueño de la marca de refrescos que lleva dos cursos pintando la cara a sellos señeros del automovilismo. Se lo recompensa con los 9 millones de euros que le entrega cada ejercicio, 4 más que a Sebastian Vettel, aunque el piloto triplicará su botín gracias a las jugosas primas por cada victoria, cada podio y por llevarse el Mundial.
Si el joven alemán prepara el camino para el futuro -solo así se puede entender su declaración de amor a Ferrari desde el podio de Monza- a Newey ya no le seduce más que el placer de ganar por ganar, por darse una satisfacción. En el paddock aseguran que Luca di Montezemolo le puso un cheque en blanco para llevárselo a Maranello. La respuesta fue negativa y Newey seguirá siendo el rival a batir para los italianos. Como ya lo fue en el intervalo que va de 1992 a 2004, cuando entre el inglés y Rory Byrne (Ferrari) protagonizaron una de las mayores luchas de cerebros de la historia, repartiéndose todos los títulos que se disputaron.
En Red Bull, Newey pone el punto de cordura y también la genialidad y atrevimiento que hacen falta para dar con la tecla. En la parrilla, los ingenieros rivales escrutan los coches alados en busca del secreto de su velocidad. Lo único que puede hacer Newey es colocar un pelotón de mecánicos haciendo pantalla y esperar a que la competencia lance una versión pirata de lo que él había inventado.
Si un componente domina en sus diseños es el riesgo, su afán por ir siempre un paso más allá, ya sea con un alerón delantero flexible o unos escapes que aprovechan el aire para pegar el coche al suelo. Cuestión de aerodinámica, una de sus obsesiones, que allá en los ochenta, cuando lo del aire no era tan determinante, le costó su empleo en el equipo Manor por desatender otras cuestiones, decían sus jefes.
Lo que le reprochan hoy en día es su manera de entender el reglamento. Cómo lo retuerce, cómo le busca las cosquillas hasta que encuentra el punto débil, el agujero negro por el que colar su ingenio y entregar a los pilotos en bandeja un gol prácticamente hecho. En dos años dominantes, a los coches de Red Bull les han acusado de ilegales en numerosas ocasiones. Nunca con denuncias en firme, siempre con insinuaciones o filtraciones a los medios, sin que los árbitros de la Fórmula 1 pudiesen encontrar motivos para la sanción.
No hay nada ilegal en Adrian Newey. Todo lo más, el concierto de rock que montó en el colegio siendo adolescente y que le costó la expulsión, después de hacer estallar varias ventanas con la vibración. Fue en Stratford-Upon-Avon, al sur de Birminghman, donde nació y pasó la infancia. Una localidad de 25.000 habitantes que aparece en los libros de Historia porque allí está la casa natal de William Shakespeare. Compararles sería fácil por la huella que dejó cada uno en su ámbito, pero a Newey le pega más ser un Da Vinci, por su genialidad y porque, como miembro de la vieja escuela, ha pasado por todas las vertientes de la ingeniería del automóvil. «Ahora los jóvenes se especializan en un campo y no cambian en toda su vida», suele decir.
La travesura colegial no le alejó de la Universidad de Southampton, donde se graduó como ingeniero aeronáutico con un expediente sensacional.
Ha entregado su vida a la Fórmula 1 y solamente reconoce un enemigo: el tiempo. «Trabajar a tope requiere todo el disponible y más. Me esfuerzo para compartimentar mi vida, para dedicarme a la familia, pero cuando paso una hora sin hacer nada me siento culpable». No sabe desconectar.
Ha conocido a todos los grandes, pero el reciente campeón le cautiva. «He visto pilotos que saltan directamente al estrellato y la fama se les sube a la cabeza. Sebastian no es así, no se lo tiene creído». Por Vettel siente algo especial. «Comete errores, pero nunca será el mismo dos veces». Agradecido estará el imberbe alemán tras escuchar el elogio sincero de uno de los cerebros que más ha trabajado y gloria ha alcanzado en la amplia historia de la Fórmula 1.
LNE