Carreras de corsarios
Ross Brawn lo tenía clarísimo. 'Vente conmigo y serás campeón', dijo al piloto que dudaba si dejar su equipo, donde había ganado el Mundial, su casa de toda la vida, y probar fortuna con él. No hablamos de Lewis Hamilton, sino de Fernando Alonso, que tuvo en sus manos los planos de aquel Brawn GP con el que luego arrasó 2009 Jenson Button. Como si adivinara el futuro, el ingeniero inglés hablaba con una seguridad apabullante, dominandor del medio, gurú del reglamento.
Foto: Reuters
Acertó en el vaticinio, levantando el pastel a los grandes equipos en la temporada del doble difusor, de los agujeros varios, de esos monoplazas que se agarraban a la pista como si fueran por railes. Con Ferrari en el pasado y la pesca como pasión, el grandullón Brawn decidió volver a los circuitos a ganar. Y lo hizo, porque acumuló trofeos y un negocio fabuloso al comprar por un euro la escudería a Honda y venderla luego a Mercedes casi por 100 millones. Pelotazo de récord, quedándose además al frente de las operaciones.
Desde entonces (2010), la F1 le espera. Vestido de una potencia como la marca alemana, con tiempo, con presupuesto y con pilotos (Hamilton y Rosberg), la competitividad terminaría llegando. Y si no, se inventa, porque tras su porte de caballero Brawn esconde maneras de tahúr, artista del birle, único interpretando y reinterpretando las normas. Corsario elegante en una competición que vive del engaño. Para que le aprobaran el ilegal doble difusor fue mandó la pieza por partes, recibiendo todas el ok. Cuando la FIA se dio cuenta, la parte de atrás del coche blanco lucía un propulsor fabuloso que los demás, tarde y mal, sólo pudieron copiar.
Algunos tifosi de Ferrari añoran aún sus controvertidas formas, cuando construyó junto a Jean Todt y Michael Schumacher el ciclo dominante del Kaiser. En el equipo italiano se mira ahora con asombro e irritación su última maniobra. Brawn ha metido un gol por la escuadra a todos sus rivales acelerando la mejora de Mercedes, convertida ahora en aspirante a victorias y, por qué no, al título mundial.
Hasta mediados de mayo, el coche verde y gris volaba los sábados pero sufría los domingos, sin respuesta ante la severa degradación de las ruedas. Hamilton y Rosberg eran adversarios de espuma, dos plazas que siempre se podían descontar al hacer los cálculos previos en la parrilla. ¿Qué necesitaba Brawn? Tiempo y entrenamientos, conceptos imposibles ambos en esta F1, ya que el calendario no da tregua y las pruebas fuera de los grandes premios están prohibidas. A él esto último le dio igual.
Hizo un par de llamadas a sus amigos de la FIA (Todt es ahora el presidente), engatusó a la presionada Pirelli para que le mandara un camión de neumáticos y lo que iban a ser unos ensayos de perfil bajo con el monoplaza de hace dos años (eso sí lo acepta el reglamento) se convirtieron en unos test en toda regla.
Cerró Montmeló para su fiesta privada e hizo rodar a sus Mercedes casi mil kilómetros, en libertad, sin limitaciones, sin testigos a los que despistar como sucede en las pruebas oficiales de invierno. El sueño de cualquier equipo, por ejemplo Ferrari, que babea cada mañana al ver su circuito de Fiorano cubierto de niebla, en silencio, sin opción de soltar a Alonso a la pista para que afile el necesitado F138, como hacía Schumacher en su época (con Brawn de jefe) hasta el anochecher.
El concierto privado salió a luz, lógicamente, pero ni Brawn ni la FIA se sonrojaron. Incluso defendieron su actuación en un juicio de cartón piedra dónde el equipo apenas recibió una leve amonestación. Antes de estos entrenamientos ilegales, Mercedes no había ganado ninguna carrera este año. Desde entonces, dos de tres (Mónaco e Inglaterra). Los resultados cantan.
En Ferrari creen que si tal operación la organizan ellos, la sanción deportiva hubiera sido ejemplar. Sin embargo, Mercedes se deslizó con soltura entre la siempre delicada maraña de intereses políticos y económicos que mueven a la F1 y a Bernie Ecclestone. El patrón inglés quiere que compañías como la alemana estén contentas en la competición, que gasten con alegría, como Red Bull, ambas llegadas en los últimos años, tras la fuga de gigantes como Honda, BMW o Toyota. De Ferrari no tiene dudas sobre su fidelidad, sabe que está atada de por vida a la F1. No tiene por qué mimarla.
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